Al principio no me pude mover; después, notando como si el agua me impidiera avanzar pero también viéndome moverme con gran rapidez, lo agarré por los hombros. Se echó a llorar. Lo abracé. Y mientras percibía que su angustia entraba en mí, como su sudor ácido, y sentía que mi corazón iba a estallar por él, también me pregunté, con un desprecio reticente e incrédulo, por qué había llegado a considerarlo fuerte.