una mujer. Su marido había sido el amante de Braulia –usó esa palabra: «amante»–. Habló de los elementos que estaban produciendo confusión: la sensación de celos, de abandono. Habló de consecuencias que no eran responsabilidad de Braulia: dos niños huérfanos, una familia destrozada. Explicó que aquella mujer ya lo había intentado antes, varias veces, por lo que Braulia no formaba parte verdaderamente del núcleo de la historia. De hecho, su estado depresivo era, en parte, lo que había «arrojado a su marido a los brazos de otra mujer» –éstas fueron sus palabras textuales–. Así pues, ¿había un culpable en este caso? Y si lo había, ¿de verdad alguien creía que pudiera ser la dulce Braulia? Señaló hacia la esquina y ella levantó la mirada avergonzada, sin asomo de alivio. Ante los ojos de Dios –y ella era creyente, muy creyente–, era culpable y no había expiación posible por su error. Balbuceando, dijo que cuando pensaba en los huérfanos no podía