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E. Annie Proulx

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    A primera vista Jack no era mal parecido, con el cabello rizado y la risa fácil, pero le sobraban algunos kilos en las caderas dada su escasa altura y su sonrisa revelaba unos dientes proyectados

    hacia delante, no tanto como para permitirle comer palomitas directamente del cuello de un cántaro, pero sí de una forma apreciable.
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    En un cesto iban tres cachorros de una de las perras pastoras, y el más pequeño de la camada bajo la chaqueta de Jack, a quien le encantaban los cachorritos.
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    De día Ennis miraba más allá de una profunda sima y a veces divisaba a Jack, un puntito que se movía por los prados altos como un insecto sobre un mantel; Jack, en su oscuro campamento, veía a Ennis como una hoguera nocturna, una chispa colorada en la gigantesca masa negra de la montaña.
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    Ennis no había recorrido mucho más de media milla cuando sintió como si estuvieran sacándole las tripas, tres pies con cada tirón. Se detuvo en la cuneta y, entre los remolinos de nieve, trató de vomitar sin conseguirlo. Se sentía peor que en toda su vida y esa sensación no lo abandonó en mucho tiempo.
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    Ennis, con su mejor camisa, blanca con anchas rayas negras, se había tomado el día libre porque no sabía a qué hora llegaría Jack y se paseaba arriba y abajo, mirando la calle empañada de polvo.
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    Una sacudida caliente puso en ebullición a Ennis, que salió al descansillo y cerró la puerta tras de sí. Jack subía los escalones de dos en dos. Se agarraron por los hombros y se abrazaron con todas sus fuerzas, cortándose mutuamente la respiración mientras decían «hijo de puta, hijo de puta», y luego, con la misma facilidad con que la llave adecuada hace girar la guarda de una cerradura, sus bocas se juntaron, y cómo, los dentarrones de Jack hicieron brotar sangre, su sombrero cayó al suelo, se raspaban con sus incipientes barbas, la saliva se acumulaba.
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    —No sabía dónde coño estabas —contestó Ennis—. Cuatro años.

    Estuve a punto de renunciar a ti. Suponía que no me habías perdonado lo del puñetazo.
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    Si lo hacemos donde no debemos, somos hombres muertos. En esto no hay riendas que valgan. Me da un miedo de la hostia.
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    —A mí no volverás a pillarme —dijo Jack—. Oye, estoy pensando una cosa, tú y yo podríamos tener un ranchito juntos, un pequeño rebaño de vacas y terneros, tus caballos, sería bonito
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    —A mí me habría gustado tener un niño —dijo Ennis desabrochando botones—, pero solo he tenido hijas.

    —Yo no quería ni unos ni otras —replicó Jack—. Pero ni una puta vez me han salido las cosas como quería. El viento nunca sopla a mi favor.
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