¿Por qué la vida de la gente que escuchaba boleros suena siempre tan cursi? ¿Será que, si los conocimos, padecemos la predisposición psicológica de espiarlos solamente cuando lloran, cuando están de un humor que, en nuestro fuero interno, vuelve asequibles sus presencias: carne de lamento borincano para nutrir La Gran (Tele) Novela Latinoamericana, sintonía de la AM, maldición de Pedro Infante…? ¿Será simplemente que el bolero tiene mejor textura narrativa que la música cómica, que la música dura, y por eso —por ejemplo— la lacrimosa ópera trágica, el corrido, los brochecitos del vestido de Yocasta son un caldo más fácil de tragar que, digamos, Les Luthiers o Lautréamont…? ¿O será una coartada: a los latinoamericanos nos gusta el melodrama porque somos eurocéntricamente adolescentes, y es sabido que la gente que llora trae aún, como luego se dice, toda la leche dentro: está en la plenitud vital…?
Este último ha de ser mi caso. Prefiero imaginar a mamá frente a las falsas luces de La Habana, borracha y mocosa, cantando, que verla así como la tengo hoy ante mí: calva, callada, amarilla, respirando con más dificultad que un polluelo sorteado en la kermés de una misa. Hace más de una semana que, bioquímicamente, mi madre está impedida de llorar. La ideología del dolor es la más fraudulenta de todas. Más honesto sería decir que, desde que padece leucemia, el pensamiento político de mi madre solo puede expresarse a través de un microscopio.