Auroa Echevarría

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    n el complejo turístico para lunas de miel no escaseaban los hombres, pero el personal del restaurante era exclusivamente masculino, de todos modos. No sé por qué. Tal vez el ambiente de felicidad de los recién casados hacía imposible las relaciones sospechosas entre los empleados
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    Llamábamos a la música latina «judía». Las melodías quejumbrosas tenían reminiscencias de los cantos hebraicos y árabes, pero con ello solo queríamos decir que la música nos emocionaba
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    Una música de fusión que combinaba Europa y África. En el mambo, la pasión española palpita con la síncopa nigeriana. En el yiddish, las palabras alemanas, hebreas, españolas, polacas e inglesas se asimilan en una cultura y un sistema de sonido. Al fox-trot y al lindy hop los llamábamos «americanos». También tenían un toque nigeriano, pero al lado del mambo o el yiddish, sonaban como «Jingle Bells»
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    Me habría ido algo mejor trabajando con un camarero que no hubiera tenido los ojos gélidos ni una cara como un acantilado sobre el mar del Norte, curtida por los vientos helados. Larry hablaba yiddish y dominaba el mambo, pero tenía todo el aspecto de un agente de las SS. No era el físico más apropiado después de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en las Catskill, donde la sombra de la muerte, proyectada desde los millones de cadáveres de Europa, oscurecía la conciencia de los millones de supervivientes en Nueva York
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    balanceando sutilmente las caderas para dar a entender la grandezas y los destrozos del amor. El placer flotaba en el aire, noche y día
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    Lo que no me destruye me hace más fuerte», dice Nietzsche.
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    Una pregunta apremiante luchó por formarse en sus labios antes de morir en ellos. El vestido azul de la felicidad huyó entre las mesas
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    Según Melanie Klein, la envidia está entre las piedras fundacionales de la casa del cerebro. Nadie se libra de ella. Yo creía que la envidia era el principio fundamental de la vida: lo que tiene un hombre, a otro le falta
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    Yo podía vivir con su sublimidad inhumana, hasta con su atractivo físico, pero no me imaginaba ejerciendo algún día el efecto de Larry en una mujer
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    siquiera miró a Murray el Peludo, que tenía las piernas, los brazos, la espalda y el cuello cu­biertos de vello negro. En el mar negro de su pecho flotaba una es­trella de David dorada colgada de una fina cadena de oro. Pensé que era posible que venciera a Larry. No se podía tener tanto vello sin ser superdotado. Tenía los brazos cortos pero parecían fuertes
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