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Andrea Ferrari

  • Flor de lizfez uma citaçãohá 10 meses
    Seguramente están todos muertos y nadie se dio cuent
  • Adriana Gonzálezfez uma citaçãoano passado
    E
    RA peor de lo que había imaginado. Claro que yo sabía que veníamos a un pueblo chico, pero no esperaba algo tan mínimo. Tan insignificante. Tan nada.
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    La crisis. La palabra se venía oyendo con frecuencia en Argentina, aunque nunca como en los últimos meses. Vimos varios cambios de presidente y miles de personas que salieron a la calle a protestar, golpeando cacerolas y cucharas.
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    Era cierto. Necesitaba desesperadamente un paciente. O muchos. Los últimos meses habíamos estado viviendo, ajustadamente, del escaso sueldo que obtenía mi mamá en sus clases particulares de matemáticas. Pero se sabe cómo es eso: en diciembre llegan las vacaciones y se acaba. ¿Y qué íbamos a hacer?
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    —¿Hay videojuegos? —preguntó en pleno ataque de pánico.

    —No me dijeron —respondió cauteloso papá—, pero francamente lo dudo.

    El labio superior de Leo temblaba cuando agregó en un hilo de voz:

    —¿Y conexión a Internet?
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    —Sin hospitales, ni cines, ni teatros, ni discotecas, ni videojuegos, ni Internet, ni nada —repetía—. Es un lugar que no existe. Seguramente están todos muertos y nadie se dio cuenta.
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    Para empezar: que como todos sabíamos el pueblo había llegado a tener en épocas de gloria más de mil ochocientos habitantes. Pero que según el censo elaborado por él mismo, en 1999 la población era de mil treinta y siete personas. Que un año después, en diciembre de 2000, se había reducido a setecientas ochenta y dos. Y que este año en Las Flores éramos apenas trescientas noventa y ocho personas, pero eso esta semana, porque el martes próximo se iban los Rosso (padre, madre y dos hijos), con lo cual seríamos trescientas noventa y cuatro. Lo que era, prácticamente, una catástrofe. No que se fueran los Rosso, sino la situación general. Según don Luis, hemos ingresado de lleno en la categoría de “pueblo en peligro de extinción”. Es decir que si no se revierte el proceso actual de fuga, Las Flores dejará de existir.
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    —Que Alfonso es dueño de una gran fortuna. Y yo debo de ser el único que se acuerda de una promesa: cuando apareció el petróleo, dijo que alguna vez él iba a pagar el asfalto hasta la ciudad. Hay que hacérsela cumplir.
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    —La familia del médico nuevo —explicó don Luis—. Acaban de llegar su mujer y dos hijos. Lindos chicos.

    —Esos no van a durar —desconfió Marta—. Son gente de ciudad grande. Nunca se van a adaptar.

    —Tal vez te equivoques —dijo María Rosa—, tal vez se enamoren del pueblo. Brindemos por que se queden. Necesitamos gente joven.

    —Por los Herrera y por el asfalto —dijo Santiago levantando la copa.

    Los vasos chocaron y todos bebimos.
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    Después del almuerzo partimos en bicicleta hacia el lago. Claro que una cosa es partir y otra es llegar. Y no porque sea lejos, sino porque cada dos minutos alguien nos detenía para saludarnos. La cosa empezó a volverse insoportable. Era así: uno subía a la bici, pedaleaba un trecho, digamos unos cincuenta metros, y oía el grito:

    —¡Doctor Herrera!

    Nos deteníamos. La persona se acercaba alborozada y exclamaba:

    —¡Así que llegó su familia! ¡Qué alegría!
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