Pero existe una segunda operación básica que no debe olvidarse y de la que confío poder dar cuenta, una operación en la que la moral resulta todavía, si cabe, más radical, más intensa, más cruel: la buena conciencia, porque es aquí el lugar en el que la lógica moral campa a sus anchas. Sin la buena conciencia, sin toda una serie de procedimientos y de mecanismos dedicados a crear «sinvergüenzas», para muchos la vida sería invivible, porque la culpa sería insoportable. Ahora bien, en este caso, como ya se verá, la conciencia moral deberá ser educada, deberá formarse para configurar así un modo de ser, un lenguaje y una topología, para generar un espacio de acción, para evitar que la vergüenza, el correlato de la culpa, haga su aparición. El sinvergüenza no nace, se hace. La vergüenza, como señaló Emmanuel Levinas, es la presencia ante nosotros mismos. No revela nuestra nada, sino todo lo contrario, revela la totalidad de nuestra existencia, nuestra extrema desnudez.2 La vergüenza surge en el momento en que uno se descubre clavado a sí mismo, en el momento en que no puede huir de sí, es la presencia irrevocable del yo en uno mismo, es la visión de nuestro ser total, en su plenitud. Lo que la lógica moral de la buena conciencia crea es una especie de «túnica» que oculta la vergüenza no solo a los demás sino también a uno mismo, una túnica que justifica y legitima el propio yo, una «túnica desculpabilizadora».