Cuando trato de recordar la primera vez que mi marido me golpeó, solo encuentro lágrimas de cristal caliente y el temor permanente al ver lo mucho que se ha repetido desde aquella ocasión. La reconstrucción de los acontecimientos no ayuda. Todo empieza siempre con una acusación tonta, mi negación, una disputa y, luego, una cascada de palabras que en algún momento se convierte en un torrente de golpes. Las acusaciones suelen ser triviales.