Enriqueta Ochoa

vano medirás los surcos sementados
queriendo hallar mis propiedades:
no tengo posesiones.
En cambio,
¿el sueño de los valles arrobados es mío?
Sí.
¿Mío es el subterráneo rumor de la semilla?
También.

Todo mi nombre dentro se me rompe de odio:
odio a la puerta en mí, siempre llamada,
odio al jardín de afanes desgajados
entre el sol y la muerte.

Ya no me soporto en las grietas de la espera
ni el sopor del silencio.

Yo me miro y no soy sino una cripta en llamas,
una existencia informe, sonámbula,
cargada de fatiga.

La tierra es ruda, trémula, ardorosa,
y se me expande dentro.

Pero hay quienes nacimos para morir en nuestro propio cuerpo.
No hay puertas. No hay ventanas.
Las ventanas incitan sin saciarnos;
las puertas nos liberan,
mas no hay puertas, ni ventanas.

¿A quién puede dolerle esta angustia
que me adarda los párpados?
¿A quién mi soledad labrada con múltiples equívocos?
¿A quién le importa saber que fue infructuoso
este viaje de mi vida a la tierra,
porque quebré mi lámpara sin andar los caminos?

Y uno se acepta a fuerza
con el error apuntalándonos el alma que cojea,
y hay que aceptarse así, y duele,
por el dolor que sin querer sembramos.

IV
Yo retuve íntegra la gravedad,
hasta el instante
en que sólo tu luz de polen fecundara.

Y te miro a los ojos:
violetas húmedas, derramándose,
cristal de uva oscura
que gotea en los lagares.