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José María Arguedas

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    Por primera vez me sentí protegido por los muros del Colegio, comprendí lo que era la sombra del hogar. Como hasta entonces había mudado tantas veces de residencia, y en la aldea con la que estaba identificado mi pensamiento, había vivido en una casa hostil y ajena (sí, la aldea era mía, pero ninguna de sus casas, ningún dormitorio, ningún patio, ningún corredor; los gatos que tuve fueron despedazados por los perros del dueño de la casa que azuzaba a las bestias con sus gritos y sus ojos carnosos),
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    Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde las plazas de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que él contenía siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cuzco.
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    Los pequeños árboles que habían plantado en el parque, y los arcos, parecían intencionalmente empequeñecidos, ante la catedral y las torres de la iglesia de la Compañía.
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    —No habrán podido crecer los árboles —dije—. Frente a la catedral, no han podido.

    Parece intencional, como si seo opusiera lo natural a lo social

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    Al canto grave de la campana se animaba en mí la imagen humillada del pongo, sus ojos hundidos, los huesos de su nariz, que era lo único enérgico de su figura; su cabeza descubierta en que los pelos parecían premeditadamente revueltos, cubiertos de inmundicia. «No tiene padre ni madre, sólo su sombra», iba repitiendo, recordando la letra de un huayno, mientras aguardaba, a cada paso, un nuevo toque de la inmensa campana.
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    Yo corrí hasta el segundo patio. Me despedí del pequeño árbol. Frente a él, mirando sus ramas escuálidas, las flores moradas, tan escasas, que temblaban en lo alto, temí al Cuzco. El rostro del Cristo, la voz de la gran campana, el espanto que siempre había en la expresión del pongo, ¡y el Viejo!, de rodillas en la catedral, aun el silencio de Loreto Kijllu, me oprimían. En ningún sitio debía sufrir más la criatura humana.
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    —¡Apurímac mayu! ¡Apurímac mayu![14] —repiten los niños de habla quechua, con ternura y algo de espanto.

    Casi como una revelación se cierne el final del capítulo uno, con su jocosa descripción del paisaje del río, evoca ternura, evoca espanto el Apurímac mayu.

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    Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria.
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    La gente del lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que ha de irse, no los olvida.
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    Es un pueblo cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda.

    Me pareció que contrasta con lo que dijo el padre en el primer capítulo, de que la iglesia, los edificos son españoles, que la tierra no. Aquí hasta la tierra es ajena. Abancay

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