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Emilia Pardo Bazán

  • Aelinafez uma citaçãohá 8 meses
    Si bien La Tribuna es en el fondo un estudio de costumbres locales, el andar injeridos en su trama sucesos políticos tan recientes como la Revolución de Setiembre de 1868, me impulsó a situarla en lugares que pertenecen a aquella geografía moral de que habla el autor de las Escenas montañesas, y que todo novelista, chico o grande, tiene el indiscutible derecho de forjarse para su uso particular.
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    Al escribir La Tribuna no quise hacer sátira política; la sátira es género que admito sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso. Pero así como niego la intención satírica, no sé encubrir que en este libro, casi a pesar mío, entra un propósito que puede llamarse docente. Baste a disculparlo el declarar que nació del espectáculo mismo de las cosas, y vino a mí, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que sólo aspiraba retratar el aspecto pintoresco y característico de una capa social, se le presentó por añadidura la moraleja, y sería tan sistemático rechazarla como haberla buscado.
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    En abono de La Tribuna quiero añadir que los maestros Galdós y Pereda abrieron camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis personajes como realmente se habla en la región de donde los saqué. Pérez Galdós, admitiendo en su Desheredada el lenguaje de los barrios bajos
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    el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más parroquia y popularidad en Marineda
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    Vestía el madrugador un desteñido pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de camisa.
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    una mozuela de hasta trece años, desgreñada, con el cierto andar de quien acaba de despertarse bruscamente, sin más atavíos que una enagua de lienzo y un justillo de dril, que adhería a su busto, anguloso aún, la camisa de estopa.
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    hasta el extremo de que el señor Rosendo se quitase la gorra con visera de hule, descubriendo la calva sudorosa, y la niña echase atrás con el dorso de la mano sus indómitas guedejas que la sofocaban
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    Era esta una mujer de edad madura, agujereada como una espumadera por las viruelas, chata de frente, de ojos chicos
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    Tres años antes, la imposibilitada estaba sana y robusta y ganaba su vida en la Fábrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a jabonar ropa blanca al lavadero público, sudó, volvió desabrigada y despertó tullida de las caderas.—Un aire, señor—decía ella al médico.
    Quedose reducida la familia a lo que trabajase el señor Rosendo: el real diario que del fondo de Hermandad de la Fábrica recibía la enferma no llegaba a medio diente. Y la chiquilla crecía, y comía pan y rompía zapatos, y no había quien la sujetase a coser ni a otro género de tareas.
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    sentía Amparo en las piernas un hormigueo, un bullir de la sangre, una impaciencia como si le naciesen alas a miles en los talones. La calle era su paraíso. El gentío la enamoraba, los codazos y enviones la halagaban cual si fuesen caricias, la música militar penetraba en todo su ser produciéndole escalofríos de entusiasmo. Pasábase horas y horas correteando sin objeto al través de la ciudad, y volvía a casa con los pies descalzos y manchados de lodo, la saya en jirones, hecha una sopa, mocosa, despeinada, perdida, y rebosando dicha y salud por los poros de su cuerpo. A fuerza de filípicas maternales corría una escoba por el piso, sazonaba el caldo, traía una herrada de agua; en seguida, con rapidez de ave, se evadía de la jaula y tornaba a su libre vagancia por calles y callejones
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