León Ostrov

He preguntado a mi sangre si mi vida tiene posibilidades. Y se me ha dicho que sí. Y la palabra libertad tiene sentido. Esto es lo que sentí entre las rocas, junto al mar. He meditado en mi manía de negar la vida, en ese pesimismo mezquino del que quiero salir. No hay duda: lo difícil es aceptar la vida. De allí mis aullidos, mis horribles defensas para execrarla. Pero es solo por comodidad.

Simplemente, no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna… No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en las cosas concretas; no me interesan… Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿qué haré cuando me sumerja en mis mundos fantásticos y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un «saber volver». Ni lo querré acaso

¿No puede hacer algo para que el viento se tranquilice? ¿Por qué no les dice a los árboles que soy inocente? ¿Y al mar que no ruja? ¿Y a la noche que no construya complots contra mi miedo?

Por motivos X, Ud. se traba con dificultades que, en definitiva, traducen su dificultad para aceptarse.

¿Qué importa si «mañana no escriba o arrastre un libro durante meses?» Todo eso no es, en Ud. pérdida de tiempo, es «trabajo», elaboración, creación, aunque aparentemente no lo parezca.

Y si sus miedos y miserias se convierten, después, en palabras bellas, pues alégrese, porque las palabras bellas solo surgen cuando algo, de adentro, hermoso o terrible, mejor, hermoso y terrible, las impulsa.

Ud. trabaja y se beneficia cuando lee a Góngora para Ud., y casi diría que pierde el tiempo cuando lo lee para preparar un examen.

y vaya aprendiendo que lo que importa, en definitiva, es saber que hay unas cuantas personas que la quieren y saben lo que Ud. es capaz de hacer por lo que ya ha hecho.

Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie.

la semana pasada tuve, al fin, una experiencia nervaliana: salgo de mi pieza, llego al parque, miro mi enorme ventana y ¿a quién vi, en un centésimo de segundo? A mí. Me asusté y me sentí feliz. La experiencia del doble me fascinó siempre. Es curioso, pero no me acusé de esquizofrenia. Mejor dicho, me sentí agradecida.