Gabriela

Escribo con caligrafía ordenada lo que mi corazón anhela.

Que el amor con el que sueño es éste que siento cuando nadie está conmigo; la simpatía que me provoca saber de cuánto soy capaz; la melancolía ante la idea de que este rostro será muchos rostros distintos antes de morir, el miedo de que quizá nunca llegue a saberlo todo de mí misma.

Alguna vez leyó en quién sabe dónde que las huellas digitales eran el rastro del líquido amniótico ondeando sobre la delgada piel del feto, olas minúsculas producidas por los movimientos que nuestras madres realizaron durante el embarazo.

“Ahora ya lo sabes. No lo hagas más”. Ella respondió: “¿Y si lo hago para entender?”. Hanah no le dio respuesta, sino otra pregunta: “¿Será que puedes entender sin hacer daño?”.

Deja que la canción detrás de todas las cosas alcance el silencio de tu vuelo.

Y ya pon los pies en Tierra, que deseamos bailarla junto a ti.

—Mamá, tengo miedo. Cuánto me gustaría que estuviéramos juntas.

—Pequeña, yo siempre estoy contigo. Junta tus palmas. Yo estoy en el hueco que queda entre ellas, sosteniendo tus manos.

Supongo que ésa es la tragedia de que los sueños se hagan realidad: dejan de estar hechos de la sustancia que les daba sentido. Cuando los traemos a este lado, tal y como ocurre cuando despertamos, se disuelven en las manos antes de poder atrapar su misterio.

Entonces recuerdo que mi tío murió el año pasado. No me he acostumbrado a que ya no esté. ¿Es que alguna vez una se acostumbra a la ausencia de quienes ama?

Mi tío odiaba la idea de dejar un libro a medio leer.

Yo odio la idea de tener un libro a medio escribir.

Pero, sobre todo, odio la idea de que cuando lo acabe, tú no puedas leerlo, tío.

¿Cómo evitar que un exceso de mí, de mis limitaciones, mis vicios de narradora, de mi falta de atención, la estropeara? Como diría Sor Juana: “Pensé que yo huía de mí, ¡pero trájeme a mí conmigo!”.