Yaa Gyasi

Ahora entiendo que tenemos una vida subconsciente, vibrante y vital, que actúa a pesar de «nosotros mismos», de nuestro yo consciente.

Ahora, cada vez que veo esa cara se me rompe el corazón: reconocer la mentira de la masculinidad sobre los hombros de un niño pequeño

Yo era una de esas típicas estudiantes de posgrado que busca las atenciones de uno u otro científico importante del sexo masculino, uno que ha descubierto esta cosa, otro que ha ganado aquel premio. Quería que mi nombre se pronunciara junto al de ellos, que se hablara de mi trabajo en las mismas publicaciones científicas.

No quería que se me considerara una mujer de ciencias, una mujer negra de ciencias. Quería que se me viera como una científica, punto, y me dejaba perpleja que Katherine, cuyos trabajos aparecían en las mejores publicaciones, se contentara con poner el foco en el hecho de su feminidad

esas pequeñas «oes» de ovulación que su marido había añadido a hurtadillas en su agenda justo cuando la carrera de Katherine empezaba a despuntar⁠— era, en sí mismo, un recordatorio de la cruz de la feminidad con la que todas teníamos que cargar.
Yo no quería cargar con la mía

Creo que ninguna de mis ideas se tomaba en serio hasta que algún otro volvía a presentarla como propia. Después de todo, ¿qué podía saber de la ciencia una friki de Jesús

Jamás de los jamases pronunciaré en voz alta estos pensamientos, porque soy consciente de que los cristianos que me rodean lo considerarían una blasfemia y los científicos sentirían vergüenza ajena, pero cuanto más avanzo en este trabajo, más creo que existe una especie de santidad en nuestra conexión con todo lo existente. Sagrado es el ratón. Sagrado es el grano que el ratón come. Sagrada es la semilla. Sagrados somos nosotros.

Mary, la hija embarazada del pastor, se convirtió en la comidilla de nuestra pequeña comunidad evangélica durante más de nueve meses

Mi madre, Nana y yo éramos los únicos negros en la iglesia de las Primeras Asambleas de Dios; mi madre no conocía otra mejor. Pensaba que el Dios de Estados Unidos tenía que ser el mismo que el Dios de Ghana, que era imposible que el Jehová de la Iglesia blanca fuera distinto del de la Iglesia negra. El día que vio el cartel fuera de la iglesia que preguntaba «¿TE SIENTES PERDIDO?», el día que entró en el templo por primera vez, empezó a perder a sus hijos, que descubrirían mucho antes que ella que no todas las iglesias de Estados Unidos habían sido creadas iguales, ni en la teoría ni en la práctica.

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente y con toda tu fuerza. […] Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos dos». En aquellos días medité mucho sobre este versículo, que ocupa tres páginas del diario de mi infancia, copiado una y otra vez, hasta que la caligrafía se vuelve descuidada, perezosa.