Después llegó la crisis del ladrillo
y nos pidieron nuestros padres
devolver el esfuerzo.
Emigramos a Londres, Berlín, Hamburgo, Zúrich…
fregamos vasos de cerveza negra,
recogimos bandejas de comida basura,
nos montamos en trenes sucios
e hicimos el amor como último remedio.
Y comprendimos, además,
que una segunda lengua es un exilio
irremediable
hacia el silencio.