En 1832, tras las rebeliones del año anterior, Gregorio XVI promulgó la encíclica Mirari Vos, que condenaba la separación de la Iglesia y el Estado, la libertad de prensa y los intentos de alcanzar alguna forma de síntesis entre liberalismo y catolicismo. Pío IX profundizó en esta senda. Tras su huida a Gaeta en 1848, volvió a Roma con el objetivo de declarar la guerra a la modernidad y a sus emergentes novedades. Si en un primer momento pareció que podía encontrarse algún tipo de camino intermedio, pronto se hizo evidente que tal cosa no sucedería. En 1854, a través de la encíclica Ineffabilis Deus, convirtió en dogma la Inmaculada Concepción de la Virgen María, dando por terminada una larga querella entre los católicos. Su decisión era importante en dos sentidos. Por un lado, el papa necesitaba de un culto popular y convocante como el mariano, que, en el contexto de la Europa convulsionada de la época, le diera a la Iglesia dinamismo y presencia en el espacio público