Me recordó cómo los niños siempre piensan en grande; cómo el mundo los confronta y los moldea para mantenerlos a salvo.
Sin duda “a salvo” es lo que estoy yo ahora; o lo que se supone que estoy. La seguridad está en mí, me sostiene derecha, como una columna vertebral. Mi sangre no viaja por caminos nuevos, sabe simplemente su camino, se demora, se adormece y se encariña. Aunque hay momentos, incluso recientes, en la pequeña ciudad donde vivimos, en los que he dejado a mi marido para salir a caminar al anochecer, la luna suspendida boca abajo como un pájaro estridente y presumido, como algún error absurdo –qué vida de oficinas y tareas aburridas podría tener una luna inundando el cielo y las calles, sin parecer absurda–, y en mis caminatas, hacia las esquinas silenciosas, los olores fríos a humus, las copas de los árboles saludando en un viento, he sentido una antigua naturaleza salvaje. Ebria y fantasmal. No es sexual, no realmente. Tiene más que ver con la aventura y la huida, como las ganas de un niño de escaparse, que toma envión y se frustra al mismo tiempo, un deseo que se enrosca en mí como un tornillo, una sombra atada a los pies que se dispara hacia lo demás, aunque, finalmente, siempre se ha quedado a un costado, como si esa otra vida fuera imposible y lo supiera, como un buen perro, buen perro, buen perro. Siempre se ha quedado.