Los señores, en todo caso, no se encontraban jamás del lado de los programados sino de los programadores, y la filosofía se preocupó durante siglos en trazar una frontera bien clara entre ambos tipos de saberes: el saber de los que obedecen (technē) y el saber de los que mandan (epistēmē), el saber de los gobernados y el saber de los gobernantes, el saber de los que trabajan y el saber de los que les dicen qué hacer. Y hasta tal punto esta diferencia resultaba decisiva para un Platón o un Aristóteles, que aquella expresión del copyright chino, «obra original», les hubiese parecido absurda: como la palabra sugiere, una obra es el producto de un obrero, que podía poseer una alta calificación, como cualquier artesano o cualquier artista de la polis, pero que no se encontraba, para ellos, en el origen de nada: allí había siempre un amo, un señor, un –digámoslo así– programador que instruyó al ejecutante para que efectuara esa operación.