Rodrigo Cordero

Tenemos una necesidad absoluta de títulos para identificar los cuadros en nuestras conversaciones e investigaciones, pero no resulta en absoluto indispensable que el propio artista los haya proporcionado

Doble paternidad de la obra que no disminuye en nada su fuerza o su unidad

Porque el título no solo transforma la situación cultural de la obra, sino todo el contexto donde ella se presenta ante nosotros: la significación de esta organización de formas y colores cambia durante la comprensión a veces altamente gradual de esas pocas palabras, y esa misma organización cambia también

La composición más abstracta puede exigir que leamos su título para que despliegue todos sus encantos, todas sus virtudes

En un salón, el dueño de casa declara para tranquilizar: ‘La pintura debe bastarse a sí misma’. Es verdad, los cuadros no imponen su título. Hay que darlos vuelta (en consecuencia, dejar de verlos) para leer lo que ha inscrito el pintor al reverso. Y el amateur de imágenes, el consumidor inmediato, hoy lee poco: se sabe. Tiene la memoria visual de aquello que posee, hará grandes esfuerzos para describir su cuadro con diversas palabras, pero jamás lo llamará por su nombre. No lo reconoce

Cuando se pierden, los perros también pierden su nombre

hasta ahora, teníamos asociados en nuestro núcleo pictórico una imagen y un título, pero este último permanecía en el exterior del cuadro

Toda inscripción al interior de un cuadro atrae la mirada tanto más tiempo, es decir, con tanta más fuerza, cuanto más esfuerzo nos exige descifrarla; el pintor, mediante su geometría, debe integrar, o al menos compensar, esta formidable atracción

Cuanto más se aleje la leyenda de su posición normal de base o suelo, tanto más perturbará, dará forma a nuestra contemplación

El título está ahí para llenar una laguna.