EL POETA tiene ideas acerca de la poesía en las que manifiesta la relación que existe entre él, como inteligencia, y la misteriosa substancia que elabora. Estas ideas —hasta donde he podido observar— son tan precisas, cada una en su aislamiento, como las que se forma el artesano sobre la calidad de sus materiales o la eficacia de sus herramientas; pero, faltas de articulación y de método, no sería posible ensartarlas en un cuerpo de doctrina, sino, nada más, ofrecerlas en estado de naturaleza, como impresiones personales que no alcanzan a penetrar en el enigma de la poesía, aunque sí, cuando menos, proporcionan una imagen de la personalidad del poeta.
El poeta no puede, sin ceder su puesto al filósofo, aplicar todo el rigor del pensamiento al análisis de la poesía. Él simplemente la conoce y la ama. Sabe en donde está y de donde se ha ausentado. En un como andar a ciegas, la persigue. La reconoce en cada una de sus fugaces apariciones y la captura por fin, a veces, en una red de palabras luminosas, exactas, palpitantes.
La poesía no es diferente, en esencia, a un juego de “a escondidas” en que el poeta la descubre y la denuncia, y entre ella y él, como en amor, todo lo que existe es la alegría de este juego.