Rafael Bernal

Pero Marta no estaba en el baño. Estaba en el suelo, junto a la cama, cubierta de sangre, las piernas encogidas, los ojos abiertos.

pues la señora Oliver no tenía en qué caerse muerta, aunque, en verdad, sí se había caído de esa forma.

En esos momentos, cosa no muy frecuente en un hombre de acción como era él, Ruppert L. Brown pensaba.

En este pueblo, pensaba Brown, anda un loco homicida suelto y ésta es la única manera de explicar los crímenes; y para averiguar quién es ese maldito loco, voy a tener que estudiar detenidamente a los mil trescientos habitantes del lugar.

pues se mostraba muy afecto a las novelas policiacas y tenía la cabeza llena de ideas que, aunque generalmente absurdas, decía con tal entusiasmo, ponía tal empeño en explicarlas y mostraba tal veneración por el detective, que Ruppert L. Brown le había tomado cariño y muchas noches se las pasó con él discutiendo sobre crímenes famosos.

Convénzase de que entre Allan Poe, Conan Doyle, Agatha Christie y compañía, y un verdadero asesinato hay mucha diferencia, tanta como una estrella de cine y su fotografía.

—¡Ojalá pudiera! —exclamó—; pero el arte de escribir se me ha negado; me es completamente imposible poner en el papel mis pensamientos

—Siempre he admirado al genio, bajo cualquier forma que se presente; y un criminal que logra envenenar a cuatro ciudadanos con el mismo veneno, exactamente el día que quiere, frente a toda la policía local, estatal y federal, es sin duda un genio.

Yo le aseguro que ni el mismo Sócrates desentrañaría este misterio, aunque renaciera con ese exclusivo objeto.

—Pero es que Sócrates no era detective — opinó Hands con toda seriedad.