No hay que olvidar que el antisemitismo estaba muy extendido en la Europa liberal de antes de la guerra y Viena no era una excepción. En el parlamento austriaco se escuchó en cierta ocasión: «Los judíos son una chusma maldita de Dios que debe ser exterminada». Del mismo modo, el alcalde de Viena también manifestó una vez que «sólo queda por decidir si a los judíos se les cuelga o se les decapita».
La literatura antisemita y nacionalista que devoró en su juventud mantuvo así su influencia en la vida de Hitler hasta el final. Cuando se trasladó a Munich, en 1913, se veía a sí mismo como un «antisemita absoluto, enemigo mortal de toda la ideología marxista y panalemán de sentimientos».
Por último, otro de los rasgos que definen su pensamiento, el darwinismo social, también se forjó durante su estancia en Viena. Para Hitler, «el concepto de la lucha es tan antiguo como la vida misma, porque la vida se conserva sólo porque otros seres vivos perecen en la lucha. En esta pugna, el más fuerte, el más hábil resulta victorioso, mientras que el menos hábil, el débil, pierde».