Al tercer día no había nada. Alguien, desde alguna parte muy íntima, había limado, absorbido, chupado lentamente el humus creador del pensamiento. En la noche del tercer día, ahí estaba el hueso de la conciencia: seco, desnudo, limpio. Y la culpa: dúctil, viscosa, abundante como la carne de un fruto.